Si hay algo capaz de
evocarnos recuerdos, eso son los olores. Se dice que somos capaces de recordar
la cara de una persona durante 15 años, sin embargo, su olor se recordará toda
la vida. La sensación de dejà vu al
pasar delante de una panadería, por un monte mojado o en el más inesperado de
los momentos, esa que te hace pararte y respirar hondo… la sutileza de
determinados aromas, que parecen venir a nuestro cerebro como las matriuskas rusas, una dentro de otra, todo
eso son impagables regalos del olfato, el más menospreciado de los sentidos.
Personalmente, siento
predilección por los olores naturales, suaves y auténticos. Quizás por eso,
siempre me ha llamado la atención la atracción que mucha gente de cualquier
edad siente hacia las colonias de bebé, especialmente ante una en concreto, que
ha llegado a simbolizar el olor a bebé de manera masiva. Frases como “me encanta el olor a bebé, tan fresco
tan…puro” se refieren en realidad no al olor propio de los niños pequeños
sino al de dicha marca de colonia. Supongo que por eso muchos adultos siguen
usándola e incluso, enchufando en las paredes de su casa ambientadores con
dicha fragancia. Parece claro que en el imaginario colectivo ese aroma se ha
instaurado como el equivalente al de tener un bebé en casa, activando todo tipo
de resortes afectivos. Y es que con el olfato pasa como con el resto de los
sentidos, si se acostumbra a las sustancias sintéticas, más fuertes y
duraderas, deja de percibir lo natural, que se vuelve soso y anodino.
Así, lo que esa colonia
hace no es solo enmascarar el verdadero olor humano de los bebés sino
suplantarlo. En realidad, un bebé huele a menudo a pañal sucio, a leche
regurgitada, a babas… bastantes bebés despiden un olor a vinagre cuando
transpiran, pero…habéis probado a oler a un bebé o a un niño detrás de la
oreja, allí donde precisamente recomiendan perfumarse? Pues justo ahí está, el
olor a piel, a carne tibia, a animalito, así huele un bebé.
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